JORGE CHEN SHAM CON TEXTO INDEXADO SOBRE CUENTOS ABOMINABLES DE JIMÉNEZ URE
SOBRE CUENTOS ABOMINABLES DE JIMÉNEZ URE
Por Jorge CHEN SHAM
(jorgechsh@yahoo.com)
Universidad de Costa Rica. Profesor Catedrático. Escuela de Filología y Lingüística. Miembro correspondiente de la Academia Nicaragüense de la Lengua y la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Premio de «Las Artes, Letras y Ciencias Básicas»
Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica
(Publicación Semestral. ISSN-0377-628X/Volumen 41, Número 02/Julio-Diciembre 2015)
Esta obra está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-No Comercial-Sin Obra Derivada
Recepción: 25- 04- 2015
Aceptación: 24- 05- 2015
Filología y Lingüística 41 (2): 23-32, 2015
ISSN: 0377-628x
RESUMEN
(Mutilaciones corporales y la irreverente sexualidad caníbal en los dos primeros Cuentos Abominables de Alberto Jiménez Ure)
En 2002, la Editorial de la Universidad de Costa Rica publica, en edición aumentada, una colección de cuentos del venezolano Alberto Jiménez Ure con el título de Cuentos abominables. En ellos el erotismo exacerbado, truculento y algo sucio, se deja contaminar con una retórica de la perversión y de la hipérbole. Las mutilaciones del cuerpo abundan y se codean con una sexualidad poco convencional, que descentra la imagen del ser humano y lo pone en los límites no solo de la abyección, sino también de la perversión de lo caníbal. Se examinan en este artículo los dos primeros cuentos de la colección, «El ano antropófago y «Mutilado»
Palabras clave:
Alberto Jiménez Ure, literatura venezolana, cuento latinoamericano, canibalismo, sexualidad
ABSTRACT
(Body mutilations and irreverent cannibal sexuality in the first two abominables by Alberto Jiménez Ure)
In 2002, the Publishing House of the University of Costa Rica published, in enlarged edition, a collection of stories by Venezuelan Alberto Jimenez Ure with the titleAbominable Tales. In them exacerbated, truculent and dirty eroticism is contaminated by a rhetoric of hyperbole and perversion. Body mutilations abound and rub shoulders with an unconventional queer sexuality, which decentralizes the image of the human being and puts it in the limits not only of abjection, but also cannibalistic perversion. The first two stories of the collection, «The cannibal anus» and «Mutilated» are discussed in this article.
Keywords:
Alberto Jimenez Ure, Venezuelan literature, Latin American story, cannibalism, queer sexuality
Si la reterritoridad del cuerpo pasa por la reconfiguración de su gramaticalidad, habría que preguntarse por aquellas prácticas que lo hacen aceptable dentro de una mostración del cuerpo normativizado, o lo contario, de aquellas prácticas que lo mutilan y lo deforman; lo que se situará en esta segunda. Solamente para trazar sus contornos en nuestro continente americano, Andrés Surallés, quien analiza cómo se ha visto el cuerpo del indio, indica dos maneras de concebirlo epistemológicamente. Por ejemplo en la región mesoamericana el cuerpo se define desde una noción sustancialista, relacionándolo con su materia, la carne y sus partes, y «los seres que las detentan» (Surallés, 2010, p. 65) Para el Cono Sur Surallés observa, más bien, una noción formalista en la que el cuerpo es sobre todo volumen, pues «evita a toda costa una relación entre cuerpo humano y carne, y propone en cambio una traducción de cuerpo haciendo referencia al espacio que ocupa, es decir, su forma» (Surallés, 2010, p. 80) Dicho de otra manera, en tanto forma que contiene o es contenida, el cuerpo «es forma de la materia y sólo en el caso humano esta última sería la carne» (Surallés, 2010, p. 80).
A la luz de lo anterior, la percepción del cuerpo humano podría revisarse y limitarse ya sea en sus tornos por su materia (la carne y sus partes), ya sea por su forma (las partes y su función). La noción sustancialista del cuerpo lo define por sus partes y lo que ella contiene; por su parte la noción formalista del cuerpo se decanta por los rasgos corporales a través de la adquisición de técnicas, costumbres, usos, ritos; se trata de otorgarle no solo un valor etnográfico o social, sino también una expresión humana ligada a la teatralidad de los sentimientos y afectos (Münzel, 2010, p. 117) Dicho de otra manera, una cultura puede modelar el cuerpo y dejar sus marcas en su carne por medio de recortes, deformaciones o agregados, esto es lo que plantea David Le Breton como inscripciones corporales, cuyo valor se correlaciona con la identidad o la pertenencia social, la inclusión en grupos, la identificación étnica y social (1)
Pero en el caso que nos compete con el escritor venezolano Alberto Jiménez Ure (1952, https://g.co/kgs/LPTLKh) y sus Cuentos abominables (2) priva en él una noción sustancialista del cuerpo, en donde prevalece «el cuerpo orgánico particular de los seres vivos» (Surallés, 2010, p. 58), de manera que en caro/carnis, la parte blanda, la que se degrada y descompone, se hace residir las pasiones e inclinaciones de los afectos, los apetitos y los deleites, en contraposición al espíritu y a la contención y dominio virtuoso del cuerpo. Para esto, nuestra concepción judeo-cristiana apunta al «cuerpo incorruptible» que es alma, el cual obligó a replantear, a partir del étimo corpus/oris, «el sentido de materia extensa», gracias al cual el cuerpo hará referencia solamente al «cuerpo humano» (Surallés, 2010, p. 59), mientras que para los otros casos habrá que adjetivar o especificarlo: el cuerpo del animal, por ejemplo. En Jiménez Ure, la sexualidad irreverente y desenfrenada que expone se describe en los cuerpos exuberantes que despiertan, como se decía antes, la «lascivia y el desenfreno».
En el cuento que comienza la colección, «El ano antropófago», el erotismo se deja contaminar de lo truculento y a veces sucio de la mostración corporal, como le sucede al protagonista Empédocles, cuando conoce a Patricia Doblevé, con la que tendrá «una canita al aire», como decimos eufemísticamente. Cuando se presenta y se sienta frente a ella, la posición corporal que adopta ya adelanta su propuesta «indecente» a la que él accederá: «Al preguntarle si podía sentarme ahí, asintió con la cabeza y abrió sus piernas para demostrarme cuánto deploraba la ropa interior» (Jiménez, 2002, p. 1) Exhibicionista y sin complejos, se muestra Patricia, para que, después del inicio de titubeos, sin desparpajo la mirada del personaje masculino se centre en el ofrecimiento abierto y se inicie el proceso de seducción: «y, nervioso, miré su vagina. Era hermosa: color rojo pálido y poco velluda» (Jiménez, 2002, p. 1). Empédocles cae en la trampa de seducción, porque Patricia se muestra sin poses o evasiones en su pregunta directa: le propone que tengan sexo; se le acerca, le da un beso y ella se va pagando la cuenta.
Con la mirada, aquél la sigue y describe el cuerpo despampanante de la mujer en estos términos: «Me resultaba imposible despegar la vista de su formidable trasero, de sus bien formadas piernas y de su obscura y abundante cabellera que contrastaba con su blanquísima tez» (Jiménez, 2002, p. 2)
Llaman la atención los elementos corporales en los que se fija Empédocles: «formidable trasero», «bien formadas piernas» y «obscura y abundante cabellera»; no solamente la hacen una mujer apetecida, sino que su cabellera atrae en un signo en que toda ella es provocación y subyugación para la mirada masculina ante el cuerpo del deseo. Y lo es porque hay que recordar que la cabellera suelta y abundante es lo contrario de lo que pregona la retórica petrarquista del retrato de la amada, en donde la dama se presenta con los cabellos recogidos y recatados que «termina apresando al enamorado galán» (Matas-Caballero, 2001, p. 79) Los cabellos desatados pasarán, a nuestra tradición, como parte de una sexualidad voluptuosa y desaforada que será configurada en la femme fatale de la literatura decadentista, pero aquí relacionada con esa cabellera suelta de voluptuosidad y de ferocidad (Praz, 1977, p. 44) Estos movimientos, de animalidad y de sensualidad, adquieren gran importancia, porque en la cama Patricia se exhibe además como una felina:
«Ya en la cama y desnudos, admito que yo no (pretendía) deseaba penetrarla por detrás. Empero, ella insistía con sus provocaciones: me fustigaba el miembro con sus preciosas nalgas y me desafiaba con posturas similares a las de gatas en celo.
-No me obligues a la falotración anal -le rogué con voz apagada, vanamente, en tanto mi pene, ufano, enrojecía de excitación y brincaba.
No resistí ni dos minutos: abrumado, introduje mi órgano en su ano y luego de jadear durante media hora, experimenté una eyaculación indescriptible […]» (Jiménez, 2002, p. 2, las cursivas son del texto)
La escena de cama que se describe con gran detalle y sin tapujos, correspondería a lo que Román Gubern ha denominado como una mirada pornográfica, cuando todo se centra en el acto sexual y la genitalidad de la fragmentación anatómica (Gubern, 2005, p. 30); se trata de la posición y las partes del cuerpo en juego, en este caso, las nalgas y el ano por un lado, y por otro, el pene, dentro de lo que Freud ya había catalogado como una «fijación anal». Sin embargo, hay dos detalles que habrán de la seducción de Empédocles, de su subyugación si lo queremos: 1) se marca en primer lugar con el verbo del paréntesis, el cual delata el paso de lo reprimido hacia el goce sin barreras y sin prejuicios: «yo no (pretendía) deseaba», y 2) el tránsito de la prohibición racional hacia la excitación sexual para que caiga y se encuentre fuera de control:
«-No me obligues a la falotración anal -le rogué con voz apagada, vanamente, en tanto mi pene, ufano, enrojecía de excitación y brincaba-»
Toda la escena se focaliza en la proeza sexual del acto anal, eso es cierto, pero que no traduce lo que en el plano de la dominación y las relaciones de seducción plantea el cuento de Jiménez Ure, cuando el que ha caído rendido y ha sido reducido a su papel de objeto sexual ha sido quien penetra. Veremos más adelante.
Ahora bien, el clímax es mutuo; en el caso masculino se manifiesta en la «eyaculación indescriptible», como él mismo explica; en el caso de Patricia, indica el personaje que «Patricia bufaba de placer y se echaba dócil encima de las almohadas» (Jiménez, 2002, p. 2) Insiste el escritor venezolano en acciones que animalizan los instintos sexuales de Patricia; más arriba la comparaba con una gata «en celo» y ahora utiliza el verbo bufar, más propio de una respiración excitada, pues se refiere a «[r]esoplar con ira de los animales» (García-Pelayo y Gross, 1976, p. 166), en donde ella manifiesta, con su respiración entrecortada, su gratificación sexual. Un detalle marca el viraje del cuento, cuando Empédocles apunta que después de la copulación experimenta un dolor intenso, que contrastaba con los ruidos de la gratificación de su compañera; el dolor se agudiza pero extrañamente no mira hacia sus genitales: «Mientras caminaba en dirección a la ducha para asearme, el dolor aumentó en mi sexo. Había pensado examinarme ante el espejo» (Jiménez, 2002, p. 3)
El asombro y lo inaudito se construyen bajo la dinámica de lo cubierto/descubierto, que se relaciona con el ver/no ver. En este sentido, ¿por qué espera hasta verse en un espejo, como si no pudiera tocarse o palparse los genitales? Dos respuestas verosímiles podría hacerse el lector, o tiene problemas de vista y necesita anteojos, o tiene una gran barriga que no le permitiría auscultarse sus genitales. Pero el desenlace del cuento es inesperado tanto para el propio personaje como para el lector, porque es el momento del (auto) descubrimiento de una macabra y grotesca realidad:
Abrí la puerta y cuando estuve frente al vidrioreflejo, comprobé que ya mi falo no pendía entre mis piernas. Horrorizado, advertí cómo un chorro de sangre brotaba del tronco deslizándose por mis muslos. Indignado, volteé para mirar a la Doblevé y capté una minúscula dentadura -de piraña- al centro de sus nalgas» (Jiménez, 2002, p. 3)
Las dudas, entonces, surgen al unir las piezas de esta historia. En el bar Patricia ella se presentó con las piernas abiertas y Empédocles pudo observar su vagina rosada, ahora esta se presenta dentada con pequeños dientes afilados, suponemos que son como de «piraña». Entonces, ¿cómo Empédocles no se percató esa primera vez del truculento fenómeno que escondía ella entre sus piernas?; además, ¿cómo tampoco pudo sentir la castración de su miembro, hasta que se mira en el espejo?
Lo extraño y lo no familiar del humheilich freudiano está al orden del día, para que la perspectiva de lo monstruoso, ahora se muestre; esa es la etimología de monstruo y se nos revele, como le sucede al propio personaje en el descubrimiento de su mutilación corporal, la realidad monstruosa de un ser perverso que, abominablemente, posee un «ano antropófago», como indica el título del cuento. Por cierto, retoma el escritor venezolano un mito muy extendido entre algunas culturas indígenas del Chaco paraguayo, el de la vagina dentada relacionado con «el temor a perder el pene» (Arley-Fonseca, 2013, p. 43) y que pone en equivalencia peces y mujeres en un juego de zoomorfización de lo humano. Además es visible el guiño intertextual que se realiza con el apellido de Patricia, porque Doblevé literalmente anuncia que tiene una doble «V», doble vagina, en una evocación explícita al poema de César Vallejo en Trilce; en su poema IX dice su primera estrofa:
«Vusco (3) volvvver de golpe el golpe. Sus dos hojas anchas, su válvula que se abre en suculenta recepción de multiplicando a multiplicador, su condición excelente para el placer todo avía verdad» (Vallejo, 1988, p. 178)
Alberto Jiménez Ure juega con lo truculento y lo sucio de la descripción de los genitales, eso es cierto, pero lo configura a partir de la representación del caníbal, que come la carne y mutila el cuerpo humano. Eso es lo que realiza precisamente en el próximo cuento de su colección, cuyo título es sintomático y evocador: «Mutilado». Jiménez Ure presenta la típica escena doméstica de las desavenencias de una pareja a partir de unos celos en aumento, lo cual se complementa con el cuadro de violencia, ahora revertido sobre el macho, dentro del clásico odio/amo. Porque los celos se convierten en una situación insostenible para Bia, así se le llama a la esposa, ella está desesperada y en una crisis de nervios que degenera, vuelca sobre su marido, Ocunue, todos sus ataques: «-Eres un degenerado -solía gritarle-. Un tipejo egocéntrico, bruto, ordinario, camionero, promiscuo, sádico, estafador (no me has dado la vida que prometiste), puto, coño de madre, rata, gusano, excremento de cañería, infeliz, desalmado, mal padre [...]» (Jiménez, 2002, p. 5, las cursivas son del texto)
La confrontación y desenmascaramiento se dan la mano; la violencia verbal y el rebajamiento que encierran estas palabras tienen un efecto inmediato sobre Ocunue. Si nos traen a la memoria las canciones contra los hombres de la famosa Paquita, la del Barrio, es porque el desenmascaramiento del papel del macho latinoamericano ahora está al servicio del género de la diatriba clásica, que se ensaña sobre el otro para producir vituperio y escarnio. Indica Bajtín que «la diatriba es un género retórico internamente dialogizado y construido en forma de una conversación con un interlocutor ausente» (1986, p. 169) Claro está, en el cuento, Ocunue no está ausente y, sin embargo, su nula defensa y su ulterior interiorización de lo que achaca Bia justifican su anulación. Jiménez Ure hace que el centro de estos ataques y agresiones sea el cuerpo y se manifieste en él la perversión; primeramente se caracteriza con rasgos sádicos a Bia:
«[...] En ocasiones, parecía que su forma de proceder respondía a sus celos extremos. Sin embargo, específicos e inequívocos rasgos delataban su placer por la praxis del castigo corporal. De su boca brotaba espuma, sus ojos (que normalmente eran verdes) se volvían llamas y sus labios adquirían una mueca horrenda. Es decir:su belleza se transformaba en monstruosidad [...]» (Jiménez, 2002, p. 5, las cursivas son del texto)
Se subraya en Bia una transformación de lo familiar hacia lo extraño e incomprensible, para que los «celos extremos» se acrecienten y se conviertan en una situación irreal e inexplicable. Corporalmente hablando, eso se manifiesta en un cuadro de cólera e ira que Jiménez Ure describe en términos de lo que hacen los animales cuando bufan; ese salirse de sí misma se reproduce psicosomáticamente hasta que la frase final de la cita es contundente, al relacionarla con lo monstruoso, cuya anormalidad se capta como algo singular para contraponer el Bien del Mal (Herra, 1988, p. 21) Bia se convierte en la agresora que pasa a los actos, y de las palabras que vituperan se dirige hacia el escarnio literal (recordemos que escarnio significa quitar la carne), cuando practica, como indicaba el texto, el «castigo corporal».
En su conciencia se produce lo que apuntaba Bajtín en relación con este despliegue de la diatriba: «la fantasía experimental y psicológica-moral, los sueños y la memoria loca» (1986, p. 164), los cuales desencadenan la obscenidad del lenguaje, pero también la violencia y el rebajamiento. Ella se va a ensañar contra su marido; ya no son simplemente ataques verbales ni agresiones psicológicas; indica la instancia narrativa: «[...] Bia reincidía constantemente: lo lesionaba con diferentes instrumentos, le arrancaba los cabellos, lo rasguñaba y hasta quiso dejarlo ciego (le arrojó el contenido de un frasco de alcohol puro en los ojos, que le provocó una grave irritación corneana) También lo amenazaba con verterle ácidos para logar su definitiva ceguera. La más peligrosa de sus ideas fue, sin duda, la de amputarle el falo tras verlo dormido [...]» (Jiménez, 2002, p. 6, las cursivas son del texto)
Si, por un lado, el cerco y la violencia en contra de la víctima que es Ocunue pueden justificarse en el delirio de su esposa, en el desorden psíquico ya no distingue sus obsesiones y sus miedos de la realidad. Así, vemos cómo se plantea en términos de un ataque sistemático del cuerpo en el que la violencia se muestra sin desparpajo. El paso siguiente es, simple y llanamente, la mutilación corporal, la cual se explica apenas como una tentativa en este momento del cuento, pero que es un peligro inminente, dado el cuadro de locura de Bia. Así, en esta acechanza psicológico-mental y después también corporal, la víctima mimetiza y asume la hostilidad del agresor y, desde esta regresión simbólica que el victimario ejerce, Ocunue termina inmolándose y aceptando su papel de objeto odiado y destruido. Para acabar con su tensión anímica, él mismo termina por realizar lo que había sugerido su mujer; veamos lo que indica la instancia narrativa: «[…] Escuchaba música y bebía. De pronto, afiló el cuchillo que usaba para deshuesar pollos: y luego de ponerlo erecto, cortó su falo. Automáticamente, del tronco brotaron chorros de un líquido color ocre (cuya consistencia recordaba al barro) Oconue tiró el arma, se llevó las manos a la zona sexuada y cayó desmayado […]» (Jiménez, 2002, p. 6, las cursivas son del texto)
La escena es cruda y directa en su descripción; sin embargo un detalle nos llama la atención. El hecho de insistir en un cuchillo afilado tiene lógica en este contexto en que el corte debe ser rápido y perfecto, pero que se indique que es el cuchillo «para deshuesar pollos», no es una referencia que pueda pasarse por alto. Equipara la víctima a la animalidad de nuevo, para que lo grotesco surja en esta degradación del ser humano y se descomponga (literalmente deshacer las partes del cuerpo) con la amputación del miembro viril, una auto-castración tanto literal como simbólica.
Las palabras de Ocunue cuando está ante los médicos revelan no solo la difracción del sentimiento y la mente, sino también el desfase producido, porque el adverbio «volitivamente», demasiado rebuscado, advierte del trauma psíquico: «[…] Nadie me hirió. Volitivamente, amputé mi pene […]» (Jiménez, 2002, p. 7, las cursivas son del texto) Desde esta perspectiva, el cuento de Jiménez Ure insiste en la zoomorfización de lo humano, lo cual se pondera a continuación, cuando el olor a carne despierta a los insectos que se abalanzan sobre los despojos, es decir, literalmente el cuerpo del delito: «[…] Trató de recoger (la sirvienta) lo que del miembro de su patrón dejaron las cucarachas y hormigas falófagas de la casa. Inútil propósito: del techo saltaron y la atacaron los ortópteros e himenópteros. Presa del pánico huyó […]» (Jiménez, 2002, p. 7, las cursivas son del texto). La escena es delirante, porque el Reino Animal acecha cuando los insectos entran en el combate por la carroña, la carne ya sin vida y en descomposición; el temor y el pánico de la «sirvienta» reproducen la perspectiva humana cuando la animalidad domina y se destapan nuestros miedos ancestrales al ser comidos y devorados. Con los nombres científicos de las clases de insectos a partir de la zoología, «ortópteros» (4) y «himenóptero» (5) Jiménez Ure intenta una distancia que aumenta el asombro y la perplejidad ante la irrupción de la naturaleza barbárica que se desata en el festín de la carne podrida.
Pero los problemas maritales de Ocunue no terminan allí, porque a la calma inicial sobrevienen de nuevo lo que el cuento denomina como «hostigamientos» (Jiménez, 2002, p. 8) de parte de Bia; los celos y las recriminaciones continúan en el delirio de la esposa desquiciada y a esta conclusión llega el lector con el paréntesis que aclara y explica las razones por las cuales Ocunue sangra por la boca:
«[…] Las insinuaciones se transformaron en directos emplazamientos:
-Hijo de puta -lo espetaba-. No tienes palo e igual me traicionas con tu lengua […] he visto sangre en tus labios. Ni siquiera esperas que tu secretaria pare de menstruar para lamerla como lo que eres: un perro escabioso […]» (Jiménez, 2002, p. 8)
La verdad es que Ocunue sangraba a causa de su torpe uso del hilo dental. En la imaginación retorcida de Bia, el odio es la salida a esta situación de celos y de desvalorización que ella ha procesado haciendo a su esposo su enemigo; el lenguaje soez y la agresión verbal reafirman no solo el desprecio sino también la hostilidad con quien ella misma se ha ensañado. Llama la atención otra vez que lo compare, en esa zoomorfización, con «un perro escabioso», subrayando los instintos animales del perro que lame y reacciona al olor y al sabor. Es decir, Jiménez Ure pone la sexualidad humana en una perspectiva animal. Eso es cierto, pero en ella el instinto de cópula y de comer es asimilado, por medio del castigo y agresiones verbales y físicas. Esto rebaja al ser humano y lo pone bajo esos principios de vida material que señalaba Bajtín en su libro sobre Rabelais y la carnavalización, sobre todo cuando comer y deglutir son parte del cuerpo grotesco en el que se festeja la matanza, se despedaza, se golpea, se maldice, se insulta (Bajtín, 1995, pp. 185-186)
Toda esa hostilidad que el objeto odiado asimila y encarna se manifiesta en otra auto-inmolación de la víctima, cuando a raíz de la Junta de Vecinos del condominio en donde habita la pareja, están cansados de sus peleas maritales y han votado para decidir que ellos se vayan del lugar. Ante todo el condominio, Ocunue expone su demencia al deambular sangrando por los pasillos del edificio:
«[…] Iban con el fin de solicitarles el alejamiento del lugar. Pero, un extraño incidente los detuvo: víctima de un intenso dolor, Ocunue se arrastraba por el pasillo que comunicaba a los apartamentos del Piso 03. De su boca emanaba copiosa sangre y todavía, con fuerza, su mano derecha apretaba una tijera análoga a las empleadas por los descuartizadores de aves en las carnicerías […]» (Jiménez, 2002, p. 8)
En términos del objeto odiado, la víctima ha asimilado tal fuerza destructiva que ella misma se deshace de su propia «lengua», porque a tal grado ha llegado la saña y la interiorización de la amenaza de su esposa que Ocunue desea deshacerse, tal vez curándose en salud, del objeto en discordia, pero a qué costo. La recurrencia de la situación, calcada sobre la castración del pene, se repite con el instrumento de ablación, ahora «una tijera» análoga a las empleadas por los descuartizadores de aves en las carnicerías, se indica. Queda claro que Ocunue es como una «gallina degollada» parafraseando el famoso cuento de Horacio Quiroga, para que el clima de locura y de infortunios se sucedan (6) Y lo es porque no solo en el cuento del venezolano Ocunue es una víctima inocente, tal y como lo será Berta en «La gallina degollada», sino también porque se subraya los chorros de sangre derramada en el piso en su desenlace (1993, p. 95) Volviendo a «Mutilado», en esta exacerbación de lo humano, en esta degeneración de los afectos el instinto animal se desata para que la carne podrida sea el centro de la atención, cuando piensan que pueden transplantar la lengua de Ocunue y la van a buscar: «Un voluntario fue y pudo ver cómo el perro de Bia, un pequinés de hocico extra, se disputaba entre cucarachas y hormigas el pedazo de carne» (Jiménez, 2002, p. 9)
Recordemos que ya el cuento había equiparado a Ocunue con una ave de corral, de manera que en el Reino Animal se desata el canibalismo, unos animales se comen a otros, porque el instinto por comer y por devorar al otro se desata. El canibalismo, literalmente, el comer la carne humana, se destaca aquí en el reino de los insectos, cosa que sucede en Cien años de soledad con las hormigas coloradas contra las que Santa Sofía de la Piedad lucha por derruir los cimientos de la casa centenaria (2000, p. 393); o, también, hace lo mismo Amaranta Úrsula cuando regresa ella a poner orden (7) pero que culmina con ese acto caníbal de las hormigas que se comen al último de los Buendía, el de la cola de cerdo: «al último [de la estirpe] se lo están comiendo las hormigas» (García Márquez, 2000, p. 446, la cursiva es del texto).
Un detalle vuelve a llamar la atención en el desenlace del cuento, y es que ante estas extremas decisiones de su marido, Bia muestre culpabilidad y un «desequilibrio psíquico» (Jiménez, 2002, p. 9), porque, culpabilizándose, se vuelve muy cristiana y exhiba arrepentimiento ante los ojos de los demás, mientras teme que el mutilado, «mudo y sin miembro» (Jiménez, 2002, p. 9) ahora tome la justicia en sus manos y, en revanchismo, la mate por venganza. En la situación final de «Mutilado» se revela un final sorpresivo, el cual obliga al lector a reconstruir todos los elementos anteriores para armarlos y, en su recomposición, tengan sentido:
«[…] Ocunue fue divisado por última vez en un sanatorio para minusválidos: se desplazaba en una silla de ruedas electrónica y carecía de manos, pies y nariz.
-La semana próxima llegarán de los Estados Unidos tus prótesis -lo alentaba una hermosa enfermera-. Parecerás una persona normal. Ya verás […]» (Jiménez, 2002, p. 6, las cursivas son del texto)
Es decir, si Ocunue finaliza sus días en un «sanatorio para minusválidos» es porque las agresiones de la esposa y las mutilaciones por parte de Ocunue no se detuvieron: la enumeración propuesta de «manos, pies y nariz» muestra el desenlace. Bia continúa con las agresiones y ataques sobre su marido, se ensaña hasta el punto de que él mismo, en tanto víctima propiciatoria, se sigue cercenando partes de su cuerpo auto-inmolándose. Literalmente, en Ocunue el escarnio se hace efectivo y él seguirá quitándose pedacitos de su carne: de sus miembros corporales para desfigurarse, los cuales serán, en esta lógica textual, el festín de los animales e insectos. Además, como maestro del relato, Jiménez Ure juega con esa ironía de contrastes entre la «hermosa enfermera» y la aparente normalidad que recuperará Ocunue con unas «prótesis» que ya están en camino. De la calificación de «persona normal», que recuperará Ocunue cuando los avances médicos subsanen la deformidad de su cuerpo mutilado, se desprende el humor negro con el que cierra Jiménez Ure su cuento.
Ahora bien, si lo que se caracteriza por una «epistemología abierta que repudia las definiciones fijas sobre las que se tensa el patriarcado y sus definiciones de la sexualidad» (Foster, 2000, pp. 19-20), porque en el patriarcado se «propone un sistema de análisis social e histórico, tanto en lo que respecta a lo que excluye como en lo referente a sus aspiraciones» (Foster, 2000, p. 20), los relatos de Alberto Jiménez Ure que acabamos de analizar permiten plantear una retórica de la perversión y del sexo soez y procaz.
Las mutilaciones del cuerpo y la estrategia zoomórfica que iguala al ser humano al Reino Animal a través de la canibalización hacen que estos personajes se vean «sucios» y «delirantes», para que se desate el castigo y la ira: «la ira parece ser de ayuda para deshumanizar cuerpos, convertirlos en animales comestibles, pero también para la conversión, del que mata o come, en una bestia feroz capaz de ejecutar sus actos» (Münzel, 2010, pp. 135-136) Así, la sexualidad que procura invertir las definiciones se manifiesta, primero, en la ambigüedad de los personajes femeninos: cuyo rasgo más conspicuo es su «monstruosidad», pero también la «ira» que las transforma en «bestias» que, aun cuando no comen propiamente la carne, la desatan. Tanto Patricia como Bia son personajes castradores y mutiladores; en sentido literal y simbólico, ocultan su lado monstruoso bajo una sexualidad, apabullante en el caso de Patricia bajo simulación y una faz medio-angelical de mujer piadosa en el caso de Bia.
Por otra parte, el cuerpo mutilado, la carne expuesta y arrancada para que los instintos animalescos se exacerben, conduce a que en estos dos relatos de Cuentos Abominables el deseo humano pase por la denigración y la mutilación del otro. Seducir y reducir serían las dos estrategias de esta comprensión en la que el macho ya no posee sus prerrogativas otorgadas en el patriarcado. Ni el seductor Empédocles ni el casero marido que es Ocunue pueden resistirse a la femme fatale, monstruosas y castradoras en su bella apariencia. Pero en el caso de Patricia, ella sí que tiene todos los atributos del arquetipo, mientras que Bia, con su lengua sucia y abyecta, es la que provoca la castración total, sobre la que tanto fantasea y potencializa Jiménez Ure. El másculo, aquel al cual se le ha amputado su miembro viril, representa el horror más ancestral del hombre, aquí potencializado en el primer cuento con la vagina dentada que castra al pene; o en «Mutilado», cuando el personaje mismo lo hace para detener el acoso y denigración de su mujer en el espacio doméstico. Una la realiza y la otra la incita, como pruebas de la misma compulsión destructiva de ambos personajes femeninos.
Así, todos los elementos paródicos e irónicos, propios de esa tendencia descentrada y descentralizadora que representa, permite que la narrativa latinoamericana acometa una de sus agendas más conspicuas en materia de crítica a su realidad social. Por lo tanto, se inclina hacia una estética de la indeterminación, porque la exuberancia del lenguaje y el pastiche aseguran su intencionalidad lúdica e irónica (Sarduy, 1977, pp. 184-185) y proclaman, como lo hace la cuentística más actual, su canibalismo literario en la apropiación de convenciones que no reconocen diferencias entre lo popular y la alta cultura (Root, 1998, p. 36) Y lo hace, primeramente, del punto de vista no solo estético-cultural en el que la apropiación de otros textos, motivos, temas, citas o alusiones incide en la proliferación, la abundancia, la hipérbole (Ponce, 2014, p. 177) El consumo (devorar, deglutir, expulsar) en materia cultural se hace ostensible como una señal de identidad para que la indeterminación y su descentramiento utilicen (por ejemplo, el arquetipo de la femme fatale, el mito de la vagina dentada, las diatribas contra el macho latinoamericano) alusiones a escritores latinoamericanos como es el caso de César Vallejo, Horacio Quiroga o Gabriel García Márquez. Pero también, lo es desde el punto de vista antropológico; se trata de una antropofagia que está al servicio de la degradación de los afectos, y de producir horror y desagrado al mismo tiempo.
NOTAS
(1)
Indica Le Breton: «Estas inscripciones corporales llenan funciones diferentes según las sociedades. En tanto instrumentos de seducción, suelen ser un modo ritual de filiación y de separación. Integran simbólicamente al hombre dentro de la comunidad, del clan, y lo separan de los hombres de otras comunidades o de otros clanes al mismo tiempo que de la manera que lo rodea. Humanizan al hombre al ponerlo socialmente en el mundo […] Duplican de un modo visible por todos el estatus social o más específicamente matrimonial. A la manera de una memoria orgánica, pueden trazar el lugar de la persona en el linaje de los antepasados. Recuerdan los valores de la sociedad y el lugar legítimo de cada uno en la estructura social» (Le Breton, 2002, pp. 62-63)
(2)
La primera edición es de 1991, Mérida: Editorial de la Universidad de Los Andes; la segunda edición aumentada, 2002, San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica.
(3)
Esta y las siguientes alteraciones ortográficas no son erratas; recuerden que se trata de motivaciones desde el punto de vista del enunciado que realiza Vallejo para que quede, más claro desde la grafía el objeto ensalzado en el poema, la vagina.
(4)
«Orden de los insectos masticadores que tienen cuatro alas membranosas, plegadas longitudinalmente, como la langosta, el grillo, etc.» (García-Pelayo y Gross, 1976, p. 747, las cursivas son del texto)
(5)
«Dícese de los insectos que tienen cuatro alas membranosas de grandes celdillas: la avispa es un insecto himenóptero» (García-Pelayo y Gross, 1976, p. 542, las cursivas son del texto).
(6)
No es casual que «La gallina degollada» aparezca en la primera colección de Quiroga intitulada Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917).
(7)
Indica la novela: «Cercados por la voracidad de la naturaleza, Aureliano y Amaranta Úrsula seguían cultivando el orégano, las begonias y defendían su mundo con demarcaciones de cal, construyendo las últimas trincheras de la guerra inmemorial entre el hombre y las hormigas» (García-Márquez, 2000, p. 441)
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